Los Robles
Aquella
enorme casa señorial, tan llena de vida antaño, y ahora vacía, había ido
apagándose poco a poco. De planta rectangular, fachada blanca y de piedra,
cubierta de hiedra, resplandecía en medio de un jardín multicolor en primavera,
ahora lleno de hojarasca y abandonado. A la derecha, un bosque de robles, que
le daban el nombre, acariciaban con sus ramas los esbeltos ventanales cuando el
gélido viento del invierno azotaba. El enorme salón, testigo mudo de tantos
momentos, estaba ahora envuelto en fantasmales sábanas blancas. La
gran cocina, donde el bullicio y el vapor de las cacerolas no cesaban, ahora
dormía. Allí había sido feliz, se sentía segura.
Una gran
escalinata conducía a la planta primera. Tan sólo una habitación
continuaba abierta, una bastaba. Los hijos, los sirvientes, habían ido dejando
aquel remoto y apartado lugar. Y allí, permanecía yo, siempre fiel, al lado de
mi anciana y débil señora. Nadie ni nada
lograron que dejara el lugar que había sido su vida, que tantos recuerdos
guardaba.
Sentada al lado de su cama, contemplo
las llamas anaranjadas de la chimenea. A lo lejos, suena la tormenta. ¡Oíd cantar
al viento!, susurro al oído. Una leve
sonrisa apareció en su rostro Y exhalando su último suspiro, abandonó la vida.
En la balaustrada de la decrépita entrada un
cartel decía: SE VENDE.
INMA FÓRMICA
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